
Los sábados suelo salir a caminar y a hacer algunas fotos hacia los alrededores de la Albufera. Salgo temprano y me hago caminando entre cinco y seis kilómetros. Paso unas tres o cuatro horas con la mente dentro del visor de la cámara y buscado contraluces, libélulas, telarañas para sacar alguna foto en macro que me guste y que luego pueda compartir con la gente que visita mi Facebook, mi familia y mis amigos.
En este caminar, casi siempre, me encuentro con gente del pueblo que me conoce y también les hago algunas fotos. Este último sábado al pasar por delante de uno de los restaurantes que hay en el puerto de mi pueblo me encontré con un grupo de personas a los que fotografíe. Estando organizándoles para que posaran y que yo pudiera sacar a todos ellos en la foto, se produjo un momento de silencio. Este silencio, allí a la puerta del restaurante, hizo que sonara con gran estrépito el griterío existente dentro local. Tomé la foto del grupo. Ellos se marcharon, y yo me dirigí al restaurante para ver que sucedía.
De repente, nada más traspasar la puerta de entrada, me encontré envuelto en una cháchara formada por un centenar de voces; gritos, toses, cante, carraspeos, pero sobre todo, un monólogo formado por el conjunto de todas aquellas personas, hablando todas a la vez. Que junto con los humos del tabaco, los olores corporales y de la comida y las cara rojas de algunos, casi encolerizadas, producía una amalgama de sensaciones, cuando menos extrañas y poco agradables.
Me acerqué a la barra del bar, pedí un cortado y me dispuse a atender este monologó global, para ver de que hablaba la gente. Pronto me di cuenta que cada cual estaba vertiendo su particular discurso (el ego se les salí por la boca), ya muchas veces ensayado, pero no mejorado ni variado. Nadie atendía, escuchaba, o intentaba hacerlo, al otro. Por lo tanto, pasaban la mañana charlando sin escuchar, en consecuencia, lo mismo que aportaban se llevaban, nada.
Luego, ya entreteniéndome con una abeja que se posaba en la flor amarilla de un jacinto, que crece en la misma orilla de la carretera que bordea la acequia que sale al lago, me puse a pensar.
¿Por qué no nos escuchamos los unos a los otros?
Y me di cuenta que la gente se esconde entre la masa para sentirse que es algo o alguien. Para representar el papel que ellos entiendes que su entorno social demanda de ellos. Para huir de sus soledades. Por miedo, miedo a la cháchara interna. Miedo a enfrentarse a su sombra. A no saber como hacer que ese flujo de pensamientos frene. A la falta de interés por encontrar solución. Huyen hacia fuera. Cuando con sólo un poco de sacrificio y la voluntad de llevarlo a cabo, podrían cambiar completamente sus vidas.
Aprender a apreciar el silencio. El autocontrol. El saber escuchar para aprovechar las experiencias de los demás para crecer como persona. Y, principalmente, a tener el atrevimiento de arrancarse la máscara social, y enfrentarse a si mismos y a su realidad.
Práctica los veinte minutos de meditación diaria y, cuando vengas a darte cuenta, tu cháchara interna habrá desaparecido. Te encontrarás más satisfecho contigo mismo y entonces, por si misma, la mascará, sin que te enteres, se caerá.